El banco de Dios: El papa de Hitler
De alguna forma el Vaticano tendría que pactar con Hitler. En Europa, esa era la moda, era lo que garantizaba una “paz” con retribuciones para ambos bandos, y Pio XI no tendría papel de observador. Llego a decir que Hitler “era el estandarte más indicado contra el comunismo y el nihilismo”.
Las relaciones entre el Vaticano y Hitler no tuvieron un inicio glorioso, y era de esperarse cierta rivalidad. Según las doctrinas nazistas, el cristianismo tenía sus raíces en el Antiguo Testamento, ahí donde los judíos tenían un papel fundamental. El detalle que olvidamos es que el partido de Hitler –es claro– estaba en contra de los judíos, la conclusión: quien estaba contra los judíos debía estar igualmente contra la Iglesia católica. Los protestantes veían el Hitler un aliado. Aplaudieron su designación como canciller y muchos de sus miembros eran aliados en el partido de Hitler. Por el otro lado, los obispos católicos condenaron las teorías nazis y emitieron prohibiciones a todos sus fieles, desde la prohibición de integrar el partido, así como la casi excomunión para todos los miembros del partido nazi.
Entonces ¿cuando cambia la historia?
El giro de los acontecimientos cambiaria con el nombramiento del arzobispo Eugenio Pacelli, ex nuncio de nacionalidad alemana, futuro secretario de estado. Futuro Pio XII.
El fervor fanático de Hitler no era irracional. Sabía perfectamente que, el éxito del Tercer Reich pasaba necesariamente por mantener unas buenas relaciones con el Vaticano. Hitler llegaba a esta conclusión a raíz de la derrota del mismísimo Bismarck por parte del partido político cristiano, el Zentrum, cuando pretendía establecer una “Lucha cultural”
En aquella época, los colegios religiosos pasaron a ser controlados por el Estado, la Compañía de Jesús –que administraba los colegios en Alemania– fue prohibida. La administración de las propiedades de la Iglesia, fue encomendada a comités laicos, hubo una persecución a los obispos que se resistieron a estas medidas, algunos llegaron hasta al exilio. Sin embargo, el resultado fue el contrario del esperado. La oposición católica se unió ante la amenaza común, cristalizando esta alianza en la creación de un poderoso partido católico, el Zentrum.
Hitler tenía muy claro que no podía permitirse el lujo de incurrir en los mismos errores, así que decidió incorporar el cristianismo al texto de sus discursos, presentando a los judíos no solo como los enemigos de la raza aria, sino también de toda la cristiandad:
«No importa si el judío individual es decente o no. Posee ciertas características que le han sido dadas por la naturaleza y nunca podrá librarse de ellas. El judío es dañino para nosotros... Mis sentimientos como cristiano me inclinan a ser un luchador por mi Señor y Salvador. Me llevan a aquel hombre que, alguna vez solitario y con solo unos pocos seguidores, reconoció a los judíos como lo que eran, y llamo a los hombres a pelear contra ellos... Como cristiano, le debo algo a mi propio pueblo».
Además, no hay que olvidar que el propio Hitler era católico. De niño asistía a clases en un monasterio benedictino, cantaba en el coro y, según su propio relato, soñaba con ser ordenado sacerdote. Hitler nunca renuncio a su catolicismo:
«Soy ahora, como antes, un católico, y siempre lo seré», enfatizo a uno de sus generales. La Iglesia, por su parte, premio esta fidelidad no excomulgándole a pesar de sus múltiples excesos.
Por su parte, el recién nombrado secretario de Estado, el cardenal Pacelli, estaba igualmente interesado en mejorar las relaciones con la Alemania de Hitler. En esta alianza, Pacelli veía una importante ventaja. Por un lado, Hitler era una garantía de que el comunismo no fructificaría en Alemania.
Entra otro personaje a la historia: El comunismo
El comunismo era el gran enemigo del pontificado de Pio XI, este sostenía –como ya vimos en el capitulo anterior– que «el comunismo es intrínsecamente perverso porque socava los fundamentos de la concepción humana, divina, racional y natural de la vida misma y porque para prevalecer necesita afirmarse en el despotismo, la brutalidad, el látigo y la cárcel».
Volviendo a Pacelli:
Pacelli contaba con la ventaja que le proporcionaba su periodo como nuncio en Alemania y estaba sumamente familiarizado con su política.
Necesitaba contar con los favores del Führer, condicionaría su apoyo a cambio de la firma de un concordato –otro– tan ventajoso como el establecido con Mussolini en su día.
Pero con esto nunca hubiese podido presionar al partido de Hitler para negociar una alianza estratégica con Hitler, aquí entra su gran amigo Ludvig Kaas, un sacerdote que llego a ser presidente de un partido opositor a Hitler: el Zentrum.
Cuando Hitler fue nombrado canciller alemán, su partido “nacional socialista” estaba en minoría, Hitler convoca a nuevas elecciones en solo 3 días. Para las siguientes elecciones la iglesia entrego todo su respaldo al Zentrum. Esto se ven reflejadas en las nuevas elecciones: 17 millones de votos para el partido nazi que representaba un 44%, una derrota.
Hitler necesitaba los dos tercios necesarios para hacer su revolución y establecer la dictadura con el consentimiento del Parlamento. Decidió entonces recurrir a un procedimiento extraordinario recogido en la Constitución alemana, pidió la aprobación de una ley de plenos poderes. Esto le conferiría a su gabinete facultades legislativas durante los siguientes cuatro años.
Sin embargo, se necesitaban dos tercios de la Cámara para aprobar una ley como esa. Para cumplir este trámite parlamentario, los nazis precisaban del apoyo del Zentrum, que se había mantenido fuerte con un 14% de los votos. Parcelli por fin obtiene la condicionante para presionar un nuevo concordato con el Vaticano.
«El éxito más grande que se haya conseguido en cualquier país en los últimos diez años», así lo definían, gracias a esta ayuda, Hitler pudo reunir apoyo parlamentario. De esta forma subió al poder gracias a las gestiones secretas de la Santa Sede. Con una mayoría absoluta por escaso margen, los nazis aprobaron la ley de plenos poderes, que supuso que las relaciones entre los nazis y el Vaticano subieran a un nuevo nivel.
A partir de ese momento, la Iglesia alemana se vio forzada a reconsiderar su actitud anterior hacia los nazis.
De esta manera, el potencial de oposición al nazismo de veintitrés millones de católicos alemanes quedaba anulado.Como muestra del cambio de clima entre la Iglesia y el nazismo se permitió que los católicos se afiliaran al partido y se volvió a administrar los sacramentos a los nazis, incluso a aquellos uniformados.
Hitler cumplió su trato y se termino de firmar el concordato, después de 8 días de negociación. Era claro que el beneficio era mutuo, así que la negociación no se extendería mucho.
Ahora, que de especial tenía este nuevo concordato, pues hay 3 puntos claves que vale la pena resaltar:
Primero, las obras sociales de la iglesia recibirían apoyo popular y no recibirían críticas a estas ni a la doctrina católica.
Segundo, se establece un apartado económico, un impuesto para todos los católicos alemanes a favor del Vaticano, el 9% del total del salario bruto. Con estos puntos a favor del Vaticano, Hitler solo pidió uno solo, la disolución del Zentrum, y así fue, la iglesia le dio la espalda a sus propios obispos, todo gracias a la aceptación de Pacelli.
Tercero, Hitler se reservo el artículo 16 del concordato. Consistía en que todos los obispos alemanes estaban obligados a pronunciar, y que estoy seguro, a muchos obispos le causaría repulsión pronunciar solo por la consigna del dinero –supongo-
«Juro ante Dios y sobre los Santos Evangelios y prometo, al convertirme en obispo, ser leal al Reich alemán y al Estado. Juro y prometo respetar al gobierno constitucional y hacerlo respetar por mis clérigos».
Miles de ojos que no ven
Tras la firma del concordato, queda claro que Hitler tenía el completo respaldo para seguir haciendo lo que le viniera en gana. Con el dinero de los contribuyentes católicos fluyendo hacia las arcas del Vaticano y bancos Suizos, era de esperarse un silencio sepulcral por parte del Vaticano. Ni siquiera la “Noche de los Cuchillos Largos” del 30 de junio de 1934 fue suficiente para romper este mutismo, a pesar de que en aquel sangriento ajuste de cuentas nazi no solo cayeron miembros del propio partido, sino prominentes personajes de la derecha católica vinculados al Zentrum. El
Vaticano nunca se manifestó por la muerte de sus clérigos.
Escribiendo el genocidio
La desgracia llegaría a caudales inimaginables con la muerte del presidente alemán, Hitler unificaría los puestos de presidente y canciller con el fin de obtener el control absoluto y sin restricciones. Lo consigue. Convoca un plebiscito y legaliza la medida.
Hitler por fin era amo y señor de Alemania.
A partir de ese momento comenzó un sistemático acoso a los católicos alemanes. De hecho, se puede decir que los únicos términos del concordato que respeto Hitler fueron los económicos. La situación alcanzo tal extremo que en enero de 1937 una delegación compuesta por tres cardenales y tres obispos alemanes llego al Vaticano para implorar el amparo del papa ante los desmanes de Hitler.
Los delegados se encontraron con la desagradable sorpresa de un Pio XI gravemente enfermo. El papa no desconocía la situación actual, por el contrario, andaba muy informado de todo. Aproximadamente en los últimos años firmo 30 notas de protesta dirigidas al gobierno alemán.
Tras aquella visita, Pio XI decidió que su paciencia ya se había agotado y, pese a su precario estado de salud, escribió una encíclica. En resumen, denunciaba que el culto a Dios estuviera siendo sustituido por un culto a la raza.
Muchos defensores del catolicismo presentan esta encíclica como un rotundo rechazo al nazismo. En si era una condena “tibia", en ningún punto de la encíclica se nombra al nazismo en sí, menos a Hitler, en conclusión, era un saludo a la bandera. La encíclica que nunca vio la luz y el final misterioso de un Papa. La represión contra los católicos alemanes era cada vez más insostenible. Pacelli, en su puesto de secretario de Estado, intento en vano calmar la situación. Pio XI miraba cada vez con mayor desagrado a los dictadores de Alemania e Italia, y su aversión se acrecentó en la medida en que los fascistas italianos fueron adoptando cada vez más las doctrinas nazis, en especial en lo referente a asuntos raciales. Ante esto, el papa se anima a escribir otra encíclica “La unidad del género humano” donde denuncia de una manera más decida las tácticas de Hitler.
El único problema es que esa encíclica jamás vio la luz.
La historia de la encíclica perdida surgió por primera vez en 1972, y desde entonces ha sido motivo de polémica. Al parecer, existe una copia que fue encontrada en 1997 en poder de un colaborador cercano de Pio XI.
De haberse publicado, es posible que incluso hubiera podido cambiar la historia del mundo tal como la conocemos actualmente. No solo habría variado drásticamente la forma en que los católicos alemanes, y del resto del mundo, miraban el Tercer Reich, sino que posiblemente habría servido de advertencia a Hitler, haciéndole mas cauto, sobre todo en la aplicación de su política racial, que, no lo olvidemos, tuvo como resultado la muerte de seis millones de personas, asesinadas en las más horribles circunstancias imaginables.
La encíclica valiente
Al contrario de lo que sucedía con la encíclica anterior, este texto no era ambiguo en lo concerniente a la condena de la persecución de los judíos y, de haberse editado, los defensores de la política vaticana durante el periodo hitleriano tendrían un sólido elemento que mostrar a sus detractores.
La fecha prevista para la publicación del documento era el 12 de febrero de 1939. El original esperaba en el despacho del papa para que, en cuanto su delicada salud se lo permitiera, estampara su firma en el, momento en el cual todo estaba ya preparado en la imprenta vaticana para la producción de miles de copias que serian distribuidas por todo el mundo.
Misteriosa muerte
Desgraciadamente, el papa no vivió lo suficiente para avisar al mundo de los peligros del fascismo, como era su deseo, y, tal vez, evitar la guerra que se vislumbraba en el horizonte. Murió el 10 de febrero, tan solo dos días antes de la fecha prevista para la publicación de la encíclica. No tuvo tiempo para pronunciar su violento discurso contra el fascismo y el antisemitismo.
La muerte de Pio XI estuvo rodeada de una serie de circunstancias peculiares. Al parecer Mussolini realizo intensas gestiones para que el padre de la amante de Mussolini –Petacci–fuera nombrado médico del papa. Existen opiniones de que el doctor Petacci actuó de forma sumamente irresponsable, desoyendo los consejos de otros médicos que acudían a visitar al pontífice y negándose a aplicar los tratamientos por ellos recomendados. Al producirse la muerte del papa, el doctor Petacci y el cardenal Pacelli tomaron una determinación insólita: ordenaron el inmediato embalsamamiento del cadáver, una práctica que había sido abolida incluso en aquellos casos en los que las circunstancias lo hubieran aconsejado, por ejemplo, el elevado calor del medio ambiente. También hubo un inexplicable retraso al hacer público el fallecimiento del Santo Padre. Una hora después de la muerte aun se rezaba en la Santa Sede por su recuperación.
Existen muchos rumores que argumentan la muerte del Papa como un asesinato producto de una inyección letal. El 2 de marzo de 1939, tras un conclave sorprendentemente rápido de apenas dos días de duración, el cardenal Pacelli fue elegido papa, tomando el nombre de Pio XII. La elección de Pacelli había coincidido con su 73 cumpleaños. La coronación de Pio XII tuvo lugar el 12 de marzo de 1939.
De la encíclica que aguardaba la firma de su antecesor nunca más se supo.